domingo, 6 de marzo de 2022

El “derecho a elegir” de Putin

@Lluis_Uria


En el inicio de toda guerra hay un momento en que ya no cabe la marcha atrás. En el caso de la invasión de Ucrania por Rusia, ese momento se produjo a la vista de todo el mundo, cuando el presidente uso, Vladímir Putin, humilló como a un escolar, ante las cámaras de televisión, al director de su Servicio de Inteligencia Exterior, Serguéi Naryshkin, al que obligó a plegarse a sus designios.

Rusia llevaba semanas preparando la guerra, tanto en el terreno militar como en el político, pero hasta ese momento Serguéi Naryshkin aún creía en la posibilidad de llegar a un acuerdo con los países occidentales para evitarla. Así intentó plantearlo en la reunión del Consejo de Seguridad del lunes pasado en el Kremlin, antes de retroceder, balbuceando, ante la presión de Putin. La discusión se había acabado. Había hablado el guía supremo. Punto final. A partir de entonces, solo cabía esperar el día en que los tanques empezarían a rodar.

En la Primera Guerra Mundial, las grandes potencias europeas fueron al choque creyendo que era inevitable y que, ya puestos, era mejor lanzarse a ello antes de que el rival fuera demasiado fuerte. Putin ha creído también que su intervención militar en Ucrania era factible ahora y quizá más tarde le sería del todo imposible. Su objetivo es claro desde el principio: neutralizar cualquier posibilidad de que la vecina exrepública soviética se sume al bloque occidental y se integre en la OTAN, y mantener al país bajo su tutela directa o indirecta. Si las preocupaciones de seguridad de Rusia son comprensibles –y la Alianza Atlántica  haría bien en reflexionar sobre su responsabilidad al no haberlas escuchado en los últimos años–, el comportamiento mafioso de Putin es injustificable.

El presidente ruso ha atacado ahora a Ucrania porque ha visto –o creído ver– a Estados Unidos en un momento de gran debilidad, con un cierto repliegue exterior (catastrófica retirada de Afganistán, inhibición en Oriente Medio, conflicto con China…) e internamente dividido e inestable, con un Donald Trump –¡que le aplaude!– que podría regresar a la Casa Blanca en el 2024.

Y porque sabe que Occidente no intervendrá militarmente en defensa de Ucrania. Lo han dicho públicamente sus dirigentes. Y lo demostraron ya en el 2014, cuando Rusia se anexionó Crimea. A  diferencia de hace seis años, sin embargo, Moscú podría enfrentarse a unas sanciones económicas y financieras –esta vez sí–  realmente severas (no como entonces). Pero Putin ya se ha preparado para poder resistir un tiempo (acumulando divisas, reforzando el eje con Pekín). Y aún está por ver hasta dónde llegarán realmente, dadas las divisiones que este asunto suscita en la UE.

Norteamericanos y europeos habían previsto un aumento progresivo de las represalias económicas en función de los pasos que diera Rusia. Formalmente, el objetivo de la intervención de Moscú era la “protección” de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk y Luhansk, las dos provincias separatistas prorrusas de la región oriental ucraniana del Donbass. Pero los movimientos de las tropas rusas indican que la intervención va mucho más allá: la ofensiva no solo pretende consolidar el control del Donbass –ocupando el resto del territorio que aún permanecía bajo control ucraniano–, sino que el avance sobre Kíev parece confirmar la intención d derribar el Gobierno e instalar un régimen títere.

Putin, a la vista está, nunca ha buscado de verdad un arreglo diplomático en la crisis de Ucrania. En las últimas semanas solo ha realizado una puesta en escena y –como se dice ahora– construido un relato. Las exigencias presentadas por el presidente ruso a EE.UU. y la UE eran tan maximalistas que no había posibilidad alguna de que fueran aceptadas. Entre otras cosas, porque implicaban dejar desprotegidos los países de Europa del Este.

Pero Putin no pretendía que fueran atendidas. Solo buscaba poner en evidencia el rechazo occidental. Un argumento más que exhibir para justificar la guerra. Lo mismo que la serie de incidentes fabricados en la línea de contacto –rupturas del alto el fuego, evacuación de civiles…– para aumentar la tensión en el Donbass. El presidente ruso ha añadido alusiones históricas totalmente falseadas sobre la propia existencia de Ucrania y argumentos insostenibles sobre la situación en el este del país, acusando con una desfachatez descomunal al Gobierno de Kíev de perpetrar un “genocidio” contra la población rusa del Donbass, cuando Rusia mantiene el control sobre buena parte de esos territorios desde el 2014. Al presidente ucraniano, Volodímir Zelenski –de familia judía rusófona– solo le faltaba tener que verse acusado de “nazi”.

Putin, en fin, se ha presentado a sí mismo como el liberador de unos pueblos presuntamente sometidos a los que pretendería restituir su “derecho a elegir”. Como si aquí existiera otro derecho a elegir que el del autócrata del Kremlin a hacer su voluntad.

En el 2003, Estados Unidos fabricó también una gran mentira –la producción de armas de destrucción masiva por el régimen de Sadam Husein– para justificar una invasión de Irak que en realidad solo respondía a sus –mal calculados– intereses geoestratégicos. Con el catastrófico resultado de todos conocido. Pero Washington intentó convencer a la ONU y al resto del mundo, tratando de acomodarse –ni que fuera formalmente– a la legalidad  internacional.

Putin sabe que sus falsedades son tan obvias, tan groseras, que ni lo intenta. Solo busca justificar la guerra ante la domesticada y reprimida opinión pública rusa. Si fuera de Rusia alguien le compra sus argumentos, solo puede ser un incauto.


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