lunes, 18 de enero de 2021

Hijos de la guerra, hijos del amor

@Lluis_Uria


Cuando en 1959 se estrenó la película Hiroshima, mon amour, dirigida por Alain Resnais a partir de un guión de Marguerite Duras, provocó un gran impacto –artístico– y una no menos notable polémica –política–. Su visión crítica sobre el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Japón en 1945, en los estertores de la Segunda Guerra Mundial, aún resultaba indigesta para los vencedores. El filme tenía también otro aspecto incómodo: relataba en flash-backs el pasado traumático de la mujer protagonista, también víctima de la guerra, pero a manos de los suyos.

Junto a su fugaz amante japonés, una mujer francesa recuerda  la muerte de otro amante anterior, en Nevers, un soldado alemán de la Wehrmacht asesinado por la Resistencia en el momento de la Liberación. Señalada y humillada por haber mantenido relaciones sentimentales y sexuales con el ocupante, la protagonista es maltratada y rapada al cero por una horda vengativa y forzada a abandonar su pueblo.

Miles de mujeres en Francia, y en otros países europeos, sufrieron vejaciones semejantes. Acusadas de “colaboración horizontal” con el enemigo,  fueron  las víctimas propiciatorias de la venganza impotente de hombres que en su mayoría nunca tuvieron el coraje de enfrentarse a los ocupantes. Los jóvenes soldados de las fuerzas estadounidenses desembarcadas en Normandía asistían atónitos y avergonzados a estos autos de fe, perpetrados  muchas veces por individuos que se limitaban a cometer innobles ajustes de cuentas personales.

De estos amores de guerra –prohibidos, condenados– nacieron muchos niños en Europa, a un lado y el otro del frente. También los hubo, desgraciadamente, de violaciones... En total se calcula que en los años cuarenta nacieron en Europa unos 800.000 hijos de la guerra. Primero en los países ocupados por el ejército alemán:  Francia (con unos 200.000 niños), Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega... Y, tras la capitulación y la ocupación aliada, en Alemania (entre 200.000 y 400.000) y Austria.

Durante décadas, un manto de silencio cubrió a estos hijos del pecado, cruelmente señalados como “malditos” o “bastardos”. Y hubo que esperar al siglo XXI para que las familias se atrevieran a sacar su historia a la luz. Desde el 2009 una asociación francoalemana, Corazones sin Fronteras, trabaja por el reconocimiento legal de estas personas –han conseguido que los dos principales beligerantes, Alemania y Francia, les reconozcan la doble nacionalidad– y ayudan en las búsquedas genealógicas de los interesados.

Thierry Soudan, nacido en 1942 en París, consiguió a través de esta asociación identificar a su padre, Ludwig Christ, un soldado alemán de Munich –ya fallecido–que tras la guerra formó una nueva familia en su país natal. Gracias a una nota dejada sobre su tumba, Thierry logró contactar y conocer a sus hermanos alemanes, tan estupefactos como él al descubrir el secreto familiar. Al otro lado, en Empfingen, Jürgen Baiker se enteró por su madre, quien le reveló la verdad poco antes de morir, que su padre había sido un soldado francés, Simon Megevand. Enviado a Indochina, se le perdió la pista, hasta que años después Jürgen pudo saber que regresó a Francia, formó también otra familia y murió en 1981.

La belga Gerlinda Swiller, profesora de Historia y  portavoz de una asociación internacional de hijos de la guerra,  nació en 1942 en Ostende y su padre fue también un soldado alemán, Karl Weigert, que intentó en vano obtener el permiso paterno para casarse con su madre y acabó teniendo otra vida en su país. Gerlinda obtuvo en el 2016 su doctorado con una tesis sobre los hijos de la guerra, que se publicó posteriormente bajo el título La maleta olvidada. Sepultada la vergüenza original, reivindicaba su origen mixto con orgullo: “Después de todo, somos los primeros europeos”.

Hoy los nuevos europeos ya no nacen de la guerra, aunque siguen siendo fruto del amor. Enterradas las fronteras, la unidad europea ha alumbrado  decenas de miles de parejas binacionales. La principal partera –en un efecto secundario no buscado– ha sido el programa de becas universitarias Erasmus, al que en los últimos treinta años se atribuye el nacimiento de un millón de bebés europeos. Instaurado –no sin dificultad– en 1987, Erasmus ha hecho más que ninguna otra iniciativa comunitaria por generar una auténtica identidad europea.

Desde su creación, más de cuatro millones de jóvenes de toda Europa han seguido estudios superiores en otro país de la Unión. Han conocido a otros jóvenes, otras lenguas, otras culturas. Y  han encontrado pareja. Han dejado atrás el ombliguismo de sus pequeñas patrias para mirar más lejos. Las estadísticas dicen que los erasmus tienen más facilidades para encontrar empleo, pero desde una perspectiva global no es esto lo más importante. Lo fundamental es que Erasmus está construyendo Europa.

Quizá por eso, entre los más de 2.000 folios del acuerdo comercial que desde el 1 de enero rige las relaciones entre la Unión Europea y el ya desgajado Reino Unido, la herida más sangrante es la renuncia británica a seguir integrando el programa Erasmus (en el que en el 2019 participaron 54.619 de sus estudiantes). Como si se tratara de un peligroso caballo de Troya que pudiera socavar a largo plazo la solidez del Brexit.

En el 2002, una película de Cédric Kaplisch retrataba la vida de un grupo de estudiantes erasmus en Barcelona. Conocida en España como Una casa de locos, el título original era L’auberge espagnole, cuya traducción literal sería “el albergue español”, pero que en francés  designa un lugar donde cada uno aporta lo suyo y encuentra gente de todas partes. En el filme se forman y rompen parejas, y se forjan amistades indestructibles. Hoy, el francés Xavier, el italiano Alessandro, la española Soledad, el danés Lars, la belga Isabelle y el alemán Tobias se quedarían sin poder conocer a una pelirroja inglesa llamada Wendy...


 

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