Una
pequeña caminata puede bastar para retratar a una persona. Los cinco minutos que
Donald Trump empleó en cubrir a pie los 300 metros que separan
la Casa Blanca de la iglesia episcopal de Saint John –conocida en Washington
como la iglesia de los presidentes–, el Lunes de Pentecostés, se han convertido
en uno de esos momentos definitorios.
Para
recorrer esos 300 metros ,
el presidente de Estados Unidos pisoteó los principios democráticos consagrados
en la Constitución norteamericana –al ordenar la dispersión violenta de una
manifestación legal y pacífica con el único fin de abrirse paso–. Y remató su
fatuo paseíllo con una Biblia en la mano
apelando a “la ley y el orden”, amenazando con movilizar al ejército contra
quienes han gritado en todo el país su rabia por la enésima muerte de un
ciudadano negro –George Floyd, en Minneapolis– por la violencia racista de un policía blanco y atizar una vez más las
fracturas que dividen a la sociedad norteamericana. El presidente, que calificó
a los participantes en los disturbios de “terroristas”, incitó implícitamente
al enfrentamiento civil al invocar la Segunda enmienda, que otorga a los
ciudadanos el derecho a llevar –y utilizar– armas de fuego. Trump pretendía
hacer un acto de desagravio al templo, que la víspera había sufrido un incendio
intencionado. En realidad, lo ultrajó.
La
visita causó consternación y desagrado en la Iglesia. La obispa Mariann Edgar
Brudde fue muy dura: “El presidente ha usado la Biblia, nuestro texto sagrado,
y una de las iglesias de nuestra diócesis, sin permiso, como fondo para lanzar un mensaje antitético a las enseñanzas
de Jesús”. “No mencionó a George Floyd –añadió–, no habló de la agonía de la
gente que ha sido sometida por esta horrible muestra de racismo y supremacía
blanca durante cientos de años. Necesitamos un presidente que pueda unir y
sanar, él ha hecho todo lo contrario”. La reprobación de las autoridades
eclesiásticas no ha sido la única. En todo EE.UU. se han alzado críticas contra
la deriva sectaria y autoritaria de Trump. Pero lo más inaudito ha sido la
censura pública de varios altos mandos del ejército de EE.UU. a la pretensión
del presidente de utilizar las fuerzas armadas para combatir las protestas.
La
voz más potente ha sido la del general de los marines Jim Mattis, de 69 años,
veterano de las guerras de Irak y Afganistán y cuyo apodo –mat dog (perro
rabioso)– es en realidad más aplicable a su comandante en jefe que a él mismo.
“Donald Trump es el primer presidente en toda mi vida que no intenta unir a los
ciudadanos americanos, que ni siquiera pretende intentarlo. Por el contrario,
trata de dividirnos –dijo–. Estamos viendo las consecuencias de tres años de
este deliberado esfuerzo, de tres años de un liderazgo inmaduro”. Y amoral,
cabría decir.
Mattis
sabe muy bien de lo que habla, porque entre enero del 2017 y diciembre del 2018
–en que dimitió– fue su secretario de Defensa. Y uno de los altos cargos del
Gobierno y de la Casa Blanca que todavía eran capaces de moderar las
ocurrencias y desenfrenos que el presidente incuba mientras traga horas y horas
de televisión –leer, no lee ni los informes de Inteligencia– y se excita con
las tertulias políticas.
En
el 2017, Trump ya incendió medio país al mostrarse comprensivo con los
supremacistas blancos que se enfrentaron a grupos antifascistas en
Charlottesville y mataron a una mujer. Entonces, sus colaboradores lograron
compensar sus inclinaciones naturales haciéndole leer un discurso condenatorio
de la violencia racista y llamando a la unidad del país. Tres años después,
nadie parece ya capaz de frenarle.
A
cinco meses de las elecciones presidenciales de noviembre, el panorama se ha
oscurecido para el aspirante a la reelección. A la crisis sanitaria y económica
de la Covid-19 –cuya desastrosa gestión ha dejado hasta el momento un rastro de
dos millones de infectados, más de 113.000 muertos y 40 millones de desempleados–
se ha sumado la crisis racial, mientras su rival, el demócrata Joe Biden, le
saca ocho puntos de ventaja en los sondeos. Así que Trump trata de recuperarse
electoralmente agitando la cara oscura de su electorado. Esta táctica, basada
en “inflamar la división, a riesgo de una mayor inestabilidad y violencia”,
plantea una “grave amenaza para la democracia americana”, alerta en un análisis
para el think tank británico Chatham House la politóloga Leslie Vinjamuri.
La
amenaza es, en realidad, Trump en sí mismo, un hombre caprichoso y ególatra,
con pulsiones tiránicas, que gobierna utilizando la mentira y el miedo, y a
quien le gustaría ejercer el poder sin más trabas que las que tienen sus
admirados autócratas Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan e incluso Kim Jong
Un. El último informe anual de la organización norteamericana Freedom House
alertaba justamente de la erosión que puede sufrir la democracia en EE.UU. a
causa de un presidente que busca –afortunadamente sin demasiado éxito hasta
ahora– “romper las salvaguardas institucionales” y que ignora los derechos de
la oposición y las minorías.
El mayor problema es que Trump no está solo,
tiene a su partido detrás. Indignamente callado, el GOP ha renunciado a sus
principios. “El Partido Republicano está traicionando la democracia, está
demostrando que ya no le interesa una democracia multipartidista, sino que sólo
le preocupa consolidar el poder”, advertía recientemente Jason Stanley,
profesor de filosofía de la Univerdidad de Yale, en el Washington Post. Y
cuando todo vale, la dictadura puede estar a la vuelta de la esquina.
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