Santiago Abascal debe saber mucho de armas, pues bajo su
sobaco cuelga un revólver Smith & Wesson y defiende con vehemencia italiana
el derecho de la gente honrada a llevar pistola para defenderse de criminales y
facinerosos. Pero de política exterior no sabe nada. Ni parece importarle.
“¿Ves? Ahí me pillas. Ese es un mundo en el que no tengo demasiadas
convicciones, más allá de nuestro compromiso de actuar siempre en pro de los
intereses de España”, respondió el líder de Vox al escritor Fernando Sánchez
Dragó cuando éste –en su libro-entrevista España vertebrada– le preguntó por
sus ideas sobre política internacional.
Cómo pueden defenderse cabalmente los intereses de España en
el mundo sin tener ni idea de lo que pasa más allá de sus fronteras es una
pregunta que el líder de la extrema derecha neofranquista parece no haberse
hecho. Pero no es el único. En España, el mundo parece no interesar, o interesar muy poco. No hay más que repasar la
reciente campaña electoral para comprobar que las cuestiones internacionales o
de alcance mundial han estado clamorosamente ausentes del debate. ¿La
construcción europea? ¿Los retos y desafíos que suscitan Rusia y China? ¿Las
relaciones con el imprevisible Donald Trump? ¿La explosiva situación en Argelia
y Libia? ¿Los efectos del cambio climático? Nada. Un desierto. Semejante desdén
–no sólo atribuible a los políticos, que no dejan de ser el reflejo de la
ciudadanía de la que surgen– es impensable en países como Estados Unidos o
Francia...
El problema del ensimismamiento español viene de lejos. Hay
quien lo sitúa en el Desastre de 1898, cuando España perdió sus últimas
colonias ultramarinas. “Desde hace siglos, España no tiene política exterior.
Verdaderamente nacional, quizás no haya tenido nunca. Y cuando quedó aniquilada
por el más completo fracaso la que le prestaron e impusieron los intereses
particularistas de Austrias y Borbones, España desapareció, materialmente
barrida, de la política internacional (...) Está tan plenamente demostrado que
el universo puede muy bien prescindir de España, como que España puede pasarse
del universo”. Así escribía el periodista Agustí Calvet, Gaziel, quien fuera en
la época director de La Vanguardia, en octubre de 1926. Hace casi una centuria
y las cosas no han cambiado tanto.
La oscura noche franquista mantuvo el aislamiento
internacional de España durante cuarenta años. Y sólo la restauración de la
democracia permitió volver a salir al mundo. En los años 80, toda la acción
exterior se volcó en la reincorporación plena de España a los organismos
internacionales, particularmente la Unión Europea –las entonces llamadas
Comunidades Europeas– y la OTAN. Los gobiernos de Felipe González tuvieron un
papel fundamental en este proceso, el periodo probablemente más activo de la
política exterior reciente.
¿Y después? La llegada de José María Aznar a la Moncloa
cambió radicalmente las cartas. El entonces líder del PP menospreció a Europa y
se lo jugó todo a tratar de construir una alianza privilegiada con EE.UU., para
lo cual no dudó en adherirse a la desastrosa intervención militar decidida por
George W. Bush en Irak en el 2003. Dejando al margen al británico Tony Blair,
comprometido en la misma empresa, Aznar
se ganó con ello la animadversión de los principales líderes europeos,
contrarios a la guerra, y particularmente de Jacques Chirac. “Me pareció
deplorable el alineamiento sin condiciones del jefe del Gobierno español, José
María Aznar, con las tesis anglonorteamericanas y los juicios extremadamente
críticos que no cesó de proferir hacia Francia. Sobre esta cuestión, tuvimos el
26 de febrero en París una discusión particularmente tormentosa”, consignaría
el presidente la República francesa en el segundo tomo de sus memorias.
La aventura americana de Aznar terminó con él. No quedó
nada. Y los presidentes que le sucedieron –José Luis Rodríguez Zapatero y
Mariano Rajoy, como ahora Pedro Sánchez–
retomaron la prioridad europea. Pero con escasa ambición.
El economista y ensayista francés Alain Minc, asesor áulico
de presidentes –de Nicolas Sarkozy a François Hollande–, en una conversación
con este diario mantenida hace una década en su cuartel general de la avenida
George V de París, manifestaba su
estupefacción por la renuncia de la
España de Zapatero –hoy el cuarto país de Europa en población y en PIB, sin
contar con el ya saliente Reino Unido, el quinto entonces– a hacer valer su
peso en la UE. “Felipe González tenía menos cartas, en un momento en que España
era mucho más débil que hoy, pero logró
sentarse en la mesa de los grandes de Europa”, subrayaba.
La crisis económico-financiera del 2008 no ayudó
precisamente, pero lo cierto es que tanto Zapatero como Rajoy después acabaron asumiendo un
papel subalterno. No es mejor la opinión que sobre la etapa de este último
tiene el politólogo británico William Chislett, antiguo corresponsal de The
Times y el Financial Times, en un artículo publicado hace unos meses por el
Real Instituto Elcano sobre los cuarenta años de democracia en España: “La pasiva política exterior creó la
sensación entre observadores
independientes de que España estaba por debajo de su peso”.
Esta sensación es particularmente acusada en Bruselas y en
Estrasburgo, donde se constata que Madrid sigue ausente de los grandes debates,
sin ideas ni propuestas propias. La salida del Reino Unido de la UE y la caída
de Italia en el lado oscuro, lo hacen todavía más sangrante. “Necesitamos a España más que nunca, una
España ambiciosa”, sostenía hace unos meses, ante un plato de chucrut en la
capital alsaciana, un destacado dirigente del partido socialista europeo.
Francia dispone del cuerpo diplomático más numeroso del
mundo después de Estados Unidos, seguramente por encima de su peso real como
potencia pero acorde con su ambición. A España –¿por complejo? ¿falta de
interés?– le sucede exactamente a la inversa.
El olvido de la política exterior en el debate político
español es, a este respecto, un síntoma alarmante. Porque, como decía Henry
Kissinger, jefe de la diplomacia de EE.UU. con Richard Nixon, “cuando uno no
sabe a dónde va, todos los caminos conducen a ninguna parte”.
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