Todavía humeaban los restos de la viguería de la catedral de
Notre Dame de París, consumida por el terrible fuego del lunes, cuando en
Amazon empezaron a dispararse las ventas de la
célebre novela homónima de Victor Hugo, la trágica historia del jorobado
campanero de la catedral, Quasimodo –que habitaba justamente en el armazón de
roble de la techumbre ahora desaparecido–, y la bella bailarina gitana
Esmeralda. No deja de ser un guiño de la Historia. Pues fue la obra del
escritor francés la que en el siglo XIX rescató a la vieja catedral de París de
su decrepitud y olvido. Y acaso de la demolición.
Victor Hugo siempre estuvo preocupado por el abandono del
legado arquitectónico de la época gótica, y ya antes de publicar su novela (en
1831) había clamado contra esa incuria en algunos escritos. Nuestra Señora de
París –que con el tiempo daría lugar a numerosas recreaciones teatrales y
cinematográficas– fue tal éxito, provocó
tal aldabonazo en las conciencias, que propició la gran obra de restauración
dirigida en 1844 por el arquitecto Eugène Viollet-le-Duc. De esa época procedía
la aguja que ardió y se desmoronó el lunes, así como sus características
gárgolas, un elemento que no existía cuando fue construida, en el siglo XII.
El fuego del lunes, que podría haber tenido consecuencias
muchísimo más graves, ha caído como una mortificación sobre la desmoralizada
comunidad católica francesa, minada como
en otros países por el escándalo de los
abusos sexuales en el seno de la Iglesia, que en el caso de Francia ha llevado
a la condena, por omisión, del mismísimo cardenal Philippe Barbarin, obispo de
Lyon y primado de las Galias.
La Francia del siglo XXI tiene ya poco que ver con la hija
primogénita de la Iglesia declarada en la época del papa Esteban II. Hoy, sólo
un 54% de los franceses se declaran católicos y apenas un 5% cumplen con el
ritual de asistir a misa. Yann Raison du Cleuziuo, autor de un estudio
sociológico publicado por el diario católico La Croix, resumía la situación en
una ilustrativa frase: “El catolicismo francés se ha convertido en una realidad
festiva”. Esto es, vinculada a las festividades cristianas tradicionales y a
los acontecimientos fundamentales de la vida (bautismos, bodas, funerales). Y
aún... porque, año tras año, desciende el número de bautizos y matrimonios
religiosos.
En algunos sectores católicos ha llegado a germinar incluso
un cierto sentimiento de asedio, agravado por los ataques y actos vandálicos
–alrededor de un millar al año– de que son víctimas recurrentes las iglesias
francesas en los últimos tiempos. Los espíritus se soliviantaron el pasado mes
de febrero con tres profanaciones consecutivas en el lapso de diez días. Y la
alarma se disparó definitivamente el 14
de marzo cuando unos desconocidos prendieron fuego a una de las puertas de la
iglesia de Saint-Sulpice de París, mientras en su interior se celebraba un
concierto de órgano. No hay que sorprenderse, pues, si en las redes sociales
hay quien se pregunta por el origen del fuego de esta semana en la catedral,
que los investigadores atribuyen como primera hipótesis a un accidente
fortuito. “La duda está permitida. Después de los actos de destrucción,
vandalismo y saqueo que han sufrido nuestras iglesias (...), ¿ahora Notre Dame
de París en plena Semana Santa? ¿Simple coincidencia?”, se preguntaba un lector
del semanario conservador Valeurs Actuelles. Otros internautas, vinculados a la
extrema derecha, van decididamente más allá, alimentando las teorías
conspiracionistas y señalando con el dedo a los musulmanes.
Ni qué decir tiene que, de demostrarse que el incendio fue
provocado, ello causaría un terremoto social, una hecatombe. Por ahora,
afortunadamente, el siniestro de Notre Dame no ha pasado de una conmoción
severa. Pero el golpe no se circunscribe a la comunidad católica –por mucho que
sea la más quebrantada–, sino que alcanza a todo el país. De entrada, porque la
catedral es un símbolo nacional, escenario de grandes acontecimientos de la
Historia de Francia (bodas reales,
estados generales, entronizaciones imperiales, funerales de Estado...) Y
después, pero no en último lugar, porque el desastre viene a coronar una serie
negra que empezó con la revuelta de las banlieues en el otoño del 2005 y siguió
con la crisis económica del 2008, los sangrientos atentados yihadistas del 2015
contra Charlie Hebdo y el Bataclan
–cuyo preludio fueron los asesinatos en serie de Mohamed Merah en el
2007–, y la crisis de los chalecos amarillos, la violenta protesta
desencadenada en noviembre del año pasado y todavía abierta.
En poco más de una década, Francia ha sido sometida a
fuertes tensiones que amenazan su cohesión social desde múltiples focos de
fractura –económicos, sociales, étnicos y religiosos– y han proyectado sobre el
país un pesado y sombrío sentimiento de pesimismo. El incendio de Notre Dame,
la última desgracia, puede convertirse en un factor de unión nacional –y es
evidente que el presidente Emmanuel Macron así lo está intentando–, pero
también puede suceder fácilmente todo lo
contrario: el generoso –¿u obsceno?– alud de millones de euros que de repente
han salido de debajo de las alfombras para contribuir a la reconstrucción del
templo han empezado ya a provocar más irritación que admiración...
En un capítulo de Nuestra Señora de París, Quasimodo
defiende la catedral del asalto de una turba prendiendo fuego. “Todas las
miradas se habían levantado hacia lo alto de la iglesia. Lo que estaban viendo
era extraordinario. En la parte más elevada de la última galería, por encima del
rosetón central, había una gran llama que ascendía entre los campanarios con
torbellinos de chispas, una gran llama revuelta y furiosa de la que el viento
arrancaba a veces una lengua en medio de una gran humareda”, escribió Victor
Hugo hace casi doscientos años. La historia acabó en tragedia.
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