Los platos se mustiaron en la cocina –gelatina de foie gras
y manzana, pez nieve y tarta banoffee (de dulce de leche y plátano)– y la larga
mesa dispuesta en el salón L’Orangerie del hotel Metropole de Hanoi quedó
vacía. Donald Trump y Kim Jong Un debían mantener, el 28 de febrero, un último
almuerzo de trabajo para cerrar su segunda cumbre, de la que tenía que salir un
gran acuerdo. No fue así. Y el presidente de Estados Unidos, irritado por la resistencia
del líder norcoreano, al que en los últimos tiempos ha intentado seducir
cubriéndolo de elogios desmesurados, canceló la cita. Donald Trump aspira –con
mucho desparpajo y pocos argumentos, hasta ahora– a obtener el premio Nobel de
la Paz por la pacificación de la península de Corea. Pero, de existir, tendría muchos más números
para ganarse el Nobel de la vanidad.
Es sabido que al presidente norteamericano le obsesiona la
memoria de su antecesor, Barack Obama. Y si éste recibió el Nobel de la Paz en
el 2009 por su voluntad de favorecer la diplomacia y la cooperación
internacional –“Todavía no sabe por qué lo recibió, llevaba quince segundos en
el cargo y lo tuvo”, ironizó Trump al respecto–, él no podía ser menos. Así que
convenció para que postulara su candidatura
al primer ministro japonés, Shinzo Abe, quien –según el inquilino de la
Casa Blanca– habría escrito una “carta magnífica” al comité noruego pidiendo el
Nobel de la Paz para él por sus esfuerzos en favor de la paz con Corea del
Norte.
“Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay pruebas
nucleares (...) Tenemos una relación genial con Corea del Norte, yo tengo
excelentes relaciones con Kim Jong Un”, se vanagloriaba Trump apenas dos
semanas antes de la fallida cumbre de Hanoi, mientras sugería –sin asomo de un
indicio de prueba– que, con Obama,
EE.UU. hubiera declarado la guerra a Pyongyang.
Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay ensayos
nucleares. Pero sí hay trabajos de reconstrucción –según han difundido esta
semana los servicios secretos surcoreanos– del centro de lanzamiento de misiles
y satélites de Sohae (o Tongchang-ri), que Kim Jong Un había empezado a
desmantelar tras la primera cumbre con
Trump el 12 de junio en Singapur. Los trabajos habrían empezado en realidad
antes del malogrado encuentro de Hanoi, lo cual demuestra que las cosas son
infinitamente más complejas de lo que Trump pretende. Y que la paz es de
cocción lenta.
Todo indica que en la cumbre de Hanoi se habían proyectado
demasiadas expectativas. En las semanas anteriores, todas las señales mostraban
que no se había avanzado lo bastante, que persistían fuentes diferencias entre
ambas partes. Washington exigía un compromiso firme, con garantías, sobre la
desnuclearización total de la península coreana antes de levantar ni una sola
sanción, mientras que Pyoyang ofrecía un gesto, el desmantelamiento del
complejo nuclear de Yongbyon, a cambio de que se levantara una parte de las
sanciones. No todas como dijo Trump, pero sí las más onerosas, las aplicadas a
partir del 2016 y que más castigan a la economía norcoreana, pues bloquean las
exportaciones de metales, minerales y productos agrícolas y pesqueros. En un
momento en que Corea del Norte se enfrenta a una grave crisis humanitaria
–agravada por las magras cosechas del 2018–, para Pyongyag era una cuestión de
vida o muerte lograr un levantamiento gradual de las sanciones. Pero para
Washington la desactivación de Yongbyon era insuficiente. En Hanoi nadie se movió un milímetro. Así que
el fracaso era inevitable.
El estado de las negociaciones entre estadounidenses y
norcoreanos estaba bastante verde como para aconsejar el aplazamiento de la
cumbre. Sin embargo, Trump insistió en celebrarla, en la convicción de que sus
dotes de negociador inmobiliario bastarían para llevarse el gato al agua. Le
salió mal. Y numerosos observadores coinciden en atribuir justamente el revés a
su personalismo e impreparación
habituales.
Las
conversaciones con Pyongyang no están
rotas, la Casa Blanca está dispuesta a reanudar la negociaciones a pesar de las
noticias sobre la renovada actividad en Sohae –Trump seguía hablando anteayer
de sus buenas relaciones con Kim Jong Un–, y las maniobras militares anuales
conjuntas con Corea del Sur –Dong Maeng, iniciadas el lunes pasado– han sido
reducidas a la mínima expresión en señal de buena voluntad. Pero si Washington
no está dispuesto a prometer a Corea del Norte nada más tangible que un futuro
económico tan esplendoroso como incierto,
la paz está muy lejana.
El sulfuroso consejero
de Seguridad Nacional, John Bolton,
consideró que la cumbre de Hanoi no fue tal fracaso, que el fracaso
–dijo– hubiera sido firmar un “mal
acuerdo”. Justo el calificativo que Trump y sus halcones utilizan para definir
el pacto nuclear suscrito con Irán en el 2015, y que Washington –enfrentado al
resto del mundo– ha roto de forma unilateral. Lo cual ya da una idea del
(escaso) nivel de compromiso que EE.UU. parece dispuesto a aceptar en la
negociación.
Para la dinastía totalitaria de Kim, el arma nuclear es el
único seguro de supervivencia del régimen. Y muy difícilmente renunciará a ella
sin fuertes concesiones y garantías.
Eso, si llega a renunciar. Hay analistas, como Adam Mount, director del Defense
Posture Project de la Federación Americana de Científicos –en declaraciones a
la CNN–, o Pierre Rigolout, director del francés Instituto de Historia Social,
que consideran que Pyongyang no renunciará nunca –o en mucho tiempo– a su
disuasión nuclear, por lo que no es realista pretender llegar a un acuerdo de
desnuclearización total. Como ha resumido Robert Litwak, vicepresidente y
director del Centro Woodrow Wilson, en The New York Times: “La ironía es que el
mejor resultado para el caso de Corea del Norte se parece al acuerdo con Irán”.
Una concesión a Satán.
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