lunes, 11 de marzo de 2019

Un Nobel de pacotilla


Los platos se mustiaron en la cocina –gelatina de foie gras y manzana, pez nieve y tarta banoffee (de dulce de leche y plátano)– y la larga mesa dispuesta en el salón L’Orangerie del hotel Metropole de Hanoi quedó vacía. Donald Trump y Kim Jong Un debían mantener, el 28 de febrero, un último almuerzo de trabajo para cerrar su segunda cumbre, de la que tenía que salir un gran acuerdo. No fue así. Y el presidente de Estados Unidos, irritado por la resistencia del líder norcoreano, al que en los últimos tiempos ha intentado seducir cubriéndolo de elogios desmesurados, canceló la cita. Donald Trump aspira –con mucho desparpajo y pocos argumentos, hasta ahora– a obtener el premio Nobel de la Paz por la pacificación de la península de Corea.  Pero, de existir, tendría muchos más números para ganarse el Nobel de la vanidad.

Es sabido que al presidente norteamericano le obsesiona la memoria de su antecesor, Barack Obama. Y si éste recibió el Nobel de la Paz en el 2009 por su voluntad de favorecer la diplomacia y la cooperación internacional –“Todavía no sabe por qué lo recibió, llevaba quince segundos en el cargo y lo tuvo”, ironizó Trump al respecto–, él no podía ser menos. Así que convenció para que postulara su candidatura  al primer ministro japonés, Shinzo Abe, quien –según el inquilino de la Casa Blanca– habría escrito una “carta magnífica” al comité noruego pidiendo el Nobel de la Paz para él por sus esfuerzos en favor de la paz con Corea del Norte.

“Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay pruebas nucleares (...) Tenemos una relación genial con Corea del Norte, yo tengo excelentes relaciones con Kim Jong Un”, se vanagloriaba Trump apenas dos semanas antes de la fallida cumbre de Hanoi, mientras sugería –sin asomo de un indicio de prueba– que, con Obama,  EE.UU. hubiera declarado la guerra a Pyongyang.

Ya no hay misiles, ya no hay cohetes, ya no hay ensayos nucleares. Pero sí hay trabajos de reconstrucción –según han difundido esta semana los servicios secretos surcoreanos– del centro de lanzamiento de misiles y satélites de Sohae (o Tongchang-ri), que Kim Jong Un había empezado a desmantelar  tras la primera cumbre con Trump el 12 de junio en Singapur. Los trabajos habrían empezado en realidad antes del malogrado encuentro de Hanoi, lo cual demuestra que las cosas son infinitamente más complejas de lo que Trump pretende. Y que la paz es de cocción lenta.

Todo indica que en la cumbre de Hanoi se habían proyectado demasiadas expectativas. En las semanas anteriores, todas las señales mostraban que no se había avanzado lo bastante, que persistían fuentes diferencias entre ambas partes. Washington exigía un compromiso firme, con garantías, sobre la desnuclearización total de la península coreana antes de levantar ni una sola sanción, mientras que Pyoyang ofrecía un gesto, el desmantelamiento del complejo nuclear de Yongbyon, a cambio de que se levantara una parte de las sanciones. No todas como dijo Trump, pero sí las más onerosas, las aplicadas a partir del 2016 y que más castigan a la economía norcoreana, pues bloquean las exportaciones de metales, minerales y productos agrícolas y pesqueros. En un momento en que Corea del Norte se enfrenta a una grave crisis humanitaria –agravada por las magras cosechas del 2018–, para Pyongyag era una cuestión de vida o muerte lograr un levantamiento gradual de las sanciones. Pero para Washington la desactivación de Yongbyon era insuficiente.  En Hanoi nadie se movió un milímetro. Así que el fracaso era inevitable.

El estado de las negociaciones entre estadounidenses y norcoreanos estaba bastante verde como para aconsejar el aplazamiento de la cumbre. Sin embargo, Trump insistió en celebrarla, en la convicción de que sus dotes de negociador inmobiliario bastarían para llevarse el gato al agua. Le salió mal. Y numerosos observadores coinciden en atribuir justamente el revés a su  personalismo e impreparación habituales.

 Las conversaciones  con Pyongyang no están rotas, la Casa Blanca está dispuesta a reanudar la negociaciones a pesar de las noticias sobre la renovada actividad en Sohae –Trump seguía hablando anteayer de sus buenas relaciones con Kim Jong Un–, y las maniobras militares anuales conjuntas con Corea del Sur –Dong Maeng, iniciadas el lunes pasado– han sido reducidas a la mínima expresión en señal de buena voluntad. Pero si Washington no está dispuesto a prometer a Corea del Norte nada más tangible que un futuro económico tan esplendoroso como incierto,  la paz está muy lejana.

El sulfuroso consejero  de Seguridad Nacional, John Bolton,  consideró que la cumbre de Hanoi no fue tal fracaso, que el fracaso –dijo– hubiera sido  firmar un “mal acuerdo”. Justo el calificativo que Trump y sus halcones utilizan para definir el pacto nuclear suscrito con Irán en el 2015, y que Washington –enfrentado al resto del mundo– ha roto de forma unilateral. Lo cual ya da una idea del (escaso) nivel de compromiso que EE.UU. parece dispuesto a aceptar en la negociación.

Para la dinastía totalitaria de Kim, el arma nuclear es el único seguro de supervivencia del régimen. Y muy difícilmente renunciará a ella sin  fuertes concesiones y garantías. Eso, si llega a renunciar. Hay analistas, como Adam Mount, director del Defense Posture Project de la Federación Americana de Científicos –en declaraciones a la CNN–, o Pierre Rigolout, director del francés Instituto de Historia Social, que consideran que Pyongyang no renunciará nunca –o en mucho tiempo– a su disuasión nuclear, por lo que no es realista pretender llegar a un acuerdo de desnuclearización total. Como ha resumido Robert Litwak, vicepresidente y director del Centro Woodrow Wilson, en The New York Times: “La ironía es que el mejor resultado para el caso de Corea del Norte se parece al acuerdo con Irán”. Una concesión a Satán.



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