Ser el primero es un honor que puede costar muy caro. El
sargento Lawrence Russell Kelly, de 42 años, natural de Altoona –una pequeña
ciudad de Pensilvania nacida al calor del ferrocarril–, lo sufrió en propia
carne. Lanzado en paracaídas sobre Normandía el Día D, integrando la 82ª
División Aerotransportada del ejército
de Estados Unidos, tenía que ser el primer norteamericano de las tropas del
general Patton en entrar en París el 25 de agosto de 1944. La noche antes había
entrado ya la avanzadilla del general Leclerc, con los blindados de los
republicanos españoles de La 9 a
la cabeza. El alto mando estadounidense, más interesado en aprovechar la
victoria en la batalla de Normandía para proseguir el avance hacia el corazón
de Alemania que en dar un rodeo por París, dejó que la única división aliada
francesa –aunque plagada de extranjeros– fuera la primera en llegar a la
capital. El orgulloso general De Gaulle proclamaría falsamente después: “¡París liberada, por sí
misma y por los ejércitos de Francia!”. Las fake news no son de hoy...
El sargento Kelly iba a ser el primer soldado estadounidense
en pisar París (razón por la cual durante años se le rindió homenaje, como
símbolo de todos los G.I., en los
Inválidos), pero apenas tuvo tiempo de vislumbrar la torre Eiffel. Cuando empezaba a atravesar el puente de
Saint-Cloud en su jeep, milicianos franceses le dispararon por error desde la
otra ribera, creyendo ver a soldados alemanes. Malherido, murió dos años
después en Altoona, quizá sin llegar a saber que ese plácido brazo del Sena
donde empezó a perder la vida era cruzado hace siglos por damas y caballeros de
la sociedad parisina para sus citas galantes, y fue el escenario elegido por
Alejandro Dumas para situar el secuestro de Constance –amante de D’Artagnan–
por orden del pérfido cardenal Richelieu. En recuerdo del sargento Kelly queda
hoy un monolito con una placa a la entrada del puente, que casi nadie mira y
algunos sinsustancia pintarrajean.
Con sólo 15 años –y mintiendo sobre su edad–, Kelly ya había
luchado en Francia, durante ocho meses de 1917, en la Primera Guerra Mundial. Y
cuando estalló la Segunda, volvió a alistarse. No lejos de donde cayó
mortalmente herido, en la colina de Suresnes, un cementerio de inmaculadas
cruces blancas sobre verde césped acoge las tumbas de más de 1.500 soldados de
EE.UU. muertos en la Gran Guerra. Él mismo podía haber estado entre ellos.
Europa es un gran camposanto. El continente entero puede
recorrerse de punta a punta siguiendo las tumbas de los soldados. En el
cementerio norteamericano de Colleville-sur-Mer, en Normandía, sobre la bella
playa bautizada en clave como Omaha –el más cinematográfico de todos–, hay
cerca de 10.000 sepulturas. En Noyers-Pont-Maugis, en las Ardenas, se
despliegan en la ladera de una colina las tumbas de 27.000 soldados alemanes
caídos en las dos guerras mundiales. En el escenario de la sangrienta batalla
de Verdún, una veintena de cementerios acogen los restos de 56.000 soldados
franceses... No son números. Todos ellos tenían una identidad. Como el sargento
L.R. Kelly.
No ha pasado tanto tiempo desde la última gran
conflagración, pero un abismo parece separarnos de esos tiempos oscuros. La
inconcebible magnitud de tales cifras nos conmociona y perturba. Una tragedia
semejante parece hoy en Europa absolutamente impensable, inaceptable.
Hoy, una sola muerte violenta nos conmociona. Y el
terrorismo, por el hecho mismo de golpear ciega e indiscriminadamente, nos
estremece de forma particular. Ahí están, como últimos ejemplos, la masacre
perpetrada el 15 de marzo por un terrorista australiano de ultraderecha en dos
mezquitas de la ciudad neozelandesa de Christchurch –donde dejó un balance de
50 muertos–, o el asesinato tres días después de tres personas en un tranvía de
Utrech (Países Bajos) a manos de un islamista turco, convertidas ambas –sobre
todo la primera– en tragedias globales.
La sucesión constante y regular de atentados terroristas –en
cualquier momento, en cualquier lugar– nos hace sentir vulnerables y nos da la
sensación de que vivimos en un mundo esencialmente violento. Y, sin embargo, probablemente es el menos violento de la
Historia. Así lo subrayaban en un artículo reciente publicado en Foreign Policy
los profesores Rachel Kleinfeld y Robert
Muggah, quienes constatan que desde el final de la Segunda Guerra Mundial el
número de víctimas causadas por la guerra –entre países enemigos o en
enfrentamientos civiles– no ha hecho más que descender. Y desde los atentados del
11-S del 2001 en EE.UU., también han
caído las víctimas del terrorismo, que además afecta mucho menos a Occidente de
lo que la opinión pública percibe. “La probabilidad de morir en un atentado
terrorista en Europa en el 2016 fue del 0,027 por 100.000” –remarcan–,
mientras que “el 90% de todos los ataques terroristas se producen en siete
países: Afganistán, Irak, Nigeria, Pakistán, Somalia, Siria y Yemen”. Algo que
se olvida: los musulmanes son, de lejos, las principales víctimas de los
yihadistas.
Hay numerosos estudios que, combinando las investigaciones
arqueológicas con las series estadísticas, concluyen que si no vivimos en el
mejor de los mundos posibles, no vivimos en el peor. Un trabajo realizado por el profesor de la
Universidad de Granada José María Gómez, publicado en Nature en el 2016,
concluyó que, de la misma manera que las organizaciones tribales son más
violentas que las sociedades estructuradas en estados, los momentos más
violentos de la Historia de la humanidad se sitúan fundamentalmente en la
Antigüedad y la Edad Media.
Ya antes, el psicólogo norteamericano Steven Pinker, profesor de Harvard, en una
obra titulada The better angels of our nature: Why violence has declined
(2011), destacó que no sólo las guerras
han ido perdiendo peso a lo largo de los siglos, sino que también han caído en
picado los homicidios. Nuestros ancestros eran enormemente más violentos que
nosotros. “Si las guerras del siglo XX hubieran matado a la misma proporción
de población que moría en las guerras de
las sociedades tribales, no hubiera habido 100 millones de muertos, sino 2.000
millones”, explicó en una conferencia TED. Si en los años 50 del siglo pasado
había 65.000 guerras al año, en la primera década del XXI eran sólo 2.000... Si
en la Inglaterra del siglo XIV había 24 homicidios por cada 100.000 habitantes,
en la de los años 60 había 0,6...: “La violencia ha declinado a lo largo del
tiempo y quizás vivimos en el momento más pacífico de la existencia de nuestra
especie”, sostiene.
Aunque a las víctimas de la violencia, tomadas a una a una,
la estadística les ha de servir más bien de poco consuelo.
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