El miércoles que viene, día 13, se producirá una curiosa –y,
dada la personalidad de los protagonistas, infrecuente– cita en Berlín. El
canciller de Austria, el conservador Sebastian Kurz –que gobierna en Viena
junto con el ultraderechista FPO–, será recibido en la capital alemana por el
nuevo y ya controvertido embajador de Estados Unidos, Richard Grenell, en la
imponente mansión oficial que comparte con su compañero sentimental, Matt
Lashey, y su perra, Lola (con quienes ha posado esta semana, sonriente y
desenfadado, en la revista Bunte)
Grenell no ha ahorrado elogios hacia Kurz, al que admira como político y ha llegado a calificar
de “rock star”. Pero si el encuentro ha levantado cierta polvareda no es ya por
lo insólito –por no decir diplomáticamente inapropiado– de la reunión, sino
porque se produce después de que el impetuoso embajador haya abogado
abiertamente, desde el portal de noticias ultraderechista Breitbart, por apoyar
y alentar en Europa a las nuevas fuerzas conservadoras y populistas que ponen
en cuestión el actual establishment.
Grenell es un veterano militante republicano, que ya sirvió
en la Administración de George W. Bush y en la campaña de Mitt Romney. Y uno de
los primeros en apoyar a Donald Trump,
de cuya cadena de televisión favorita –Fox News– fue comentarista político. Su
metedura de pata, apenas un mes después de recibir las credenciales como
embajador en Berlín, no es sin embargo una salida de tono extemporánea de un
francotirador. Responde, por el contrario, a una línea estratégica de fondo que
tiene entre sus principales impulsores al otrora consejero áulico de Trump
Steve Bannon.
Bannon, nacido hace 64 años en Norfolk (Virginia),
cofundador de Breitbart –de cuya dirección fue posteriormente apartado–, es el
gran gurú de la ultraderecha norteamericana y el estratega que llevó a Donald
Trump a la Casa Blanca. Destituido por
el presidente de Estados Unidos en agosto del año pasado –tras sólo medio año
en el cargo–, más por diferencias personales que ideológicas, desde entonces Bannon se está empleando a
fondo para imponer sus tesis en el Partido Republicano, apoyando activamente a
todo candidato ultra que se postule cara a las elecciones legislativas de
noviembre, las denominadas mid-term, que han de servir de termómetro sobre la
salud del trumpismo. Y extendiendo su cruzada política a Europa.
En los últimos meses, Steve Bannon ha visitado la República Checa, Hungría,
Francia e Italia... donde ha proclamado su particular buena nueva y ha
frecuentado a dirigentes políticos de los partidos antisistema y de la extrema
derecha. “¡Dejad que os llamen racistas, xenófobos, nativistas, homófobos,
misóginos, llevadlo como una medalla de honor!”, clamó a los enfervorizados
militantes del Frente Nacional (FN) francés en la clausura, como estrella
invitada de Marine Le Pen, del congreso del partido en Lille en marzo pasado.
En Budapest, el antiguo cerebro gris de Trump elogió al primer ministro
húngaro, Viktor Orbán – un “héroe”–, al que definió como “Trump antes que
Trump”; en Praga llamó a poner fin al actual orden político en Europa y echar
del poder a Angela Merkel –“la peor figura política del siglo XXI”–, y celebró
el reciente acuerdo de gobierno en Italia entre el Movimiento 5 Estrellas (M5E)
y la Liga como “un gran éxito”.
Bannon se mueve por Europa desde hace tiempo. En el 2014
tejió relaciones con el Partido para la Independencia del Reino Unido (UKIP) de
Nigel Farage, a quien apoyó en su campaña a favor del Brexit, y ese mismo año
reunió a activistas ultracatólicos en una conferencia en el Vaticano. Pero su
activismo actual es especialmente notable. Hay que decir que el viento le sopla
a favor: partidos nacionalistas, populistas y de extrema derecha están hoy en
el gobierno –o acarician estarlo de forma inminente– en Polonia, Hungría, la
República Checa, Eslovenia, Austria e Italia, y su peso electoral es remarcable
en Francia, Alemania, Holanda o Finlandia.
El mensaje político de Bannon es simple: la civilización
judeocristiana está –a su juicio– en peligro, amenazada por la inmigración
extranjera y la globalización, uno de
cuyos más peligrosos caballos de Troya
es la Unión Europea, una construcción que propone derribar para restituir a los
pueblos su soberanía nacional. Bannon aborrece
a las élites que conforman el establishment actual y llama a una reacción política del pueblo,
esas mayorías silenciosas, sojuzgadas y desposeídas, que en Estados Unidos
expresaron su hartazgo votando a Trump hace año y medio...
Hay quien puede ceder a la tentación de pensar que Bannon no
es nadie, un charlatán de feria, un
profeta en el desierto. No lo es.
El escándalo de la sociedad Cambridge
Analytica, acusada de utilizar sin autorización los datos personales de 87
millones de usuarios de Facebook con objetivos políticos, ha puesto de relieve
las verdaderas malas artes del gurú de Trump. De acuerdo con el testimonio
prestado bajo juramente por Christopher Wylie –el analista que destapó el caso–
ante el Senado de EE.UU., Bannon estuvo desde el principio en el ajo. El
estratega, que según la CNN fue uno de los fundadores de la sociedad, pretendía
llevar a cabo una auténtica guerra psicológica para cambiar el comportamiento
del electorado. Bannon utilizó los datos captados por Cambridge Analytica y los
programas desarrollados por una sociedad paralela –Strategic Communication
Laboratories (SCL)– para influir en los votantes durante la campaña
presidencial que Trump ganó en el 2016. El objetivo de la ofensiva, lanzada
selectivamente a través de las redes sociales, era desmotivar el voto de los
electores del Partido Demócrata, y en particular de los negros. Hay expertos
que dudan de la efectividad de tales mecanismos. Pero la intención que hay
detrás es absolutamente inequívoca. Sólo hay que rodarla.
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