domingo, 16 de abril de 2023

La muerte de la V República


@Lluis_Uria 

La V República ha muerto. Llevaba años gravemente enferma. Y el 16 de marzo el presidente Emmanuel Macron le dio el tiro de gracia al aprobar la controvertida reforma de las pensiones por decreto, sin pasar por el voto del Parlamento. En minoría en la Asamblea Nacional, Macron decidió exprimir hasta el límite sus generosos poderes constitucionales  para imponer su voluntad, a riesgo de poner seriamente en cuestión los fundamentos democráticos del régimen instaurado en 1958 por el general De Gaulle. Después de esto, habrá quien pretenda que la V República sigue viva.  Pero no es más que un zombi.

Los tumultuosos años de la posguerra en Francia, con los conflictos por la independencia de Indochina y Argelia, la amenaza de un golpe de Estado militar y una inestabilidad política proverbial –hubo una veintena de gobiernos en ocho años– acabaron con la fugaz IV República, instaurada tras la derrota de la Alemania nazi. Llamado al rescate por el presidente René Coty para que asumiera la dirección del gobierno, Charles de Gaulle, el héroe de la Liberación, administró una cura de caballo: una nueva Constitución –votada por el 83% de los franceses– que estableció un régimen presidencialista sin parangón.

El objetivo era garantizar la estabilidad del Gobierno por encima de todo, a costa de  arrinconar a las minorías –merced al sistema electoral mayoritario a doble vuelta– y de otorgar al jefe del Estado unas prerrogativas enormes: el presidente francés, lejos de ser una figura representativa o arbitral, concentra gran parte del poder ejecutivo y tiene la potestad de nombrar y destituir al Gobierno, así como disolver la Asamblea Nacional, a discreción. Elegido directamente por los ciudadanos, no responde ante nadie más, ni ante el Parlamento –que lo máximo que puede hacer es iniciar un proceso de destitución en caso de falta muy grave a sus obligaciones–, ni ante la Justicia –que sólo puede perseguirle tras abandonar el Elíseo y nunca por las acciones realizadas en función de su cargo–. En Francia el presidente es quien tiene la última palabra. Como un rey Sol republicano.

El sistema de la V República, basado en lo que se ha bautizado como “parlamentarismo racionalizado”, ha cumplido la misión que le encomendó De Gaulle. Pero a un alto precio: ha abierto a la vez una gran brecha entre el poder –copado durante décadas por las élites tecnocráticas parisinas o asimiladas– y los ciudadanos, que se han habituado a dirimir en la calle, mediante demostraciones de fuerza –a menudo con violencia–, la lucha política. No pocas veces se han salido con la suya: uno de los primeros proyectos de reforma del sistema de pensiones, promovido en 1995 por Alain Juppé, acabó siendo retirado. En el 2006, el proyecto de flexibilización de la contratación laboral de los jóvenes impulsado por Dominique de Villepin fue derogado ¡después de haber sido aprobado y publicado en el boletín oficial! Los chalecos amarillos lograron en el 2019 que el Gobierno de Macron diera marcha atrás en la nueva tasa de los carburantes...

Podría parecer que la actual crisis por la reforma de las pensiones –un tema políticamente muy delicado, dada la sensibilidad de los franceses ante todo recorte social– es un nuevo capítulo en esta dinámica de la confrontación, de la que quedan excluidos la negociación y el compromiso. Pero hoy es algo más. Los franceses no sólo protestan por el aumento de la edad de jubilación de 62 a 64 años, sino por el método autoritario para su aprobación.

Todo el proceso ha estado viciado. De entrada, la reforma fue tramitada como un proyecto de ley rectificativo de financiación de la Seguridad Social –es decir, un pretendido texto presupuestario–, con el fin de aplicar un procedimiento acelerado en el Parlamento. Un asunto en apariencia menor  pero que podría llevar a la invalidación de la ley por el Consejo Constitucional, que debe pronunciarse el próximo día 14.

Más grave fue la decisión de recurrir al ya célebre artículo 49.3 de la Constitución, que permite al Gobierno aprobar por decreto una ley sin pasar por el voto del Parlamento, que sólo puede frenarla –con escasas posibilidades– presentando una moción de censura contra el Ejecutivo. El controvertido artículo, equivalente a un trágala, se ha utilizado otras veces. El propio Gobierno de Macron, que en el 2022 perdió la mayoría en la Asamblea –una primicia en Francia, después de décadas de mayorías absolutísimas–, lo ha activado ya 11 veces en menos de un año. Pero nunca, hasta ahora, para sacar adelante una ley de este calado.

Desde su distante atalaya del Elíseo, Macron  decidió pasar el rodillo sin calibrar el impacto de su decisión. Porque no se trata ya de las pensiones, sino de la falta de sensibilidad democrática del poder. El presidente francés se defiende de todo autoritarismo alegando que fue elegido con un programa que incluía la reforma de las pensiones. Ciertamente, así fue. Pero en esta argumentación hay olvidos flagrantes: En la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del año pasado Macron obtuvo cerca del 60% de los votos,; sin embargo, muchos fueron prestados para frenar a su rival, la ultraderechista Marine le Pen. Y su partido, en las legislativas posteriores, se quedó con el 27,5% en la primera vuelta (y el 38,6% en la segunda). Poca legitimación democrática parece.

La maniobra desesperada de Macron con las pensiones, su gesto de autoridad, ha demostrado el agotamiento definitivo del sistema. La V República tardará más o menos tiempo en ceder el paso a una eventual VI República. Pero la actual ha entonado ya su canto del cisne.


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