domingo, 5 de marzo de 2023

Nada nuevo en el frente


@Lluis_Uria

¿Qué vale la vida de un soldado? ¿A quién le importa? ¿Quién llora su muerte?  En la guerra, el dolor es privado. Todo lo demás es cálculo. El de los políticos que la deciden, el de los generales que la dirigen. Armado y de uniforme, un hombre no es más que una pieza minúscula de un engranaje implacable. Un peón sacrificable en aras de cualquier concepto grandilocuente (y en general vacuo). En la Primera Guerra Mundial, el desprecio por la vida de los combatientes llegó a cotas difícilmente superables. La guerra de Ucrania sigue la estela.

Mientras se lucha ferozmente en la ciudad de Bajmut, en el Donbass, con un nivel de bajas enorme –una tragedia invisible, oculta en los ángulos muertos de la guerra–, el cine nos acerca al horror de las trincheras y nos echa encima las imágenes que normalmente se hurtan a nuestra vista. El estreno de la película alemana Sin novedad en el frente, inspirada en la novela antibelicista de Erich Maria Remarque Im Westen nichts Neues (Nada nuevo en el oeste), escrita en 1929, y versión moderna de un primer filme de 1930, ha venido a coincidir con el aniversario de la invasión de Ucrania ordenada por el presidente ruso, Vladímir Putin. Y es inevitable trazar un paralelismo entre la realidad del frente occidental de Alemania en 1914-1918, en territorio francés, y la del frente occidental de Rusia en 2022-2023, en territorio ucraniano. De un siglo a otro, el guion es el mismo: miles de soldados muriendo en el campo de batalla para tratar de ganar o de conservar un palmo de tierra. Nada nuevo. Sin novedad en el frente, en efecto.

El impactante filme del realizador Edward Berger –que ha arrasado en los premios Bafta británicos y tiene muchos números para triunfar en los Oscar– retrata con crudeza el sacrificio absurdo y gratuito de los soldados por mandos militares incompetentes y ególatras, que en algún caso llegan al punto –como el general Friedrichs– de enviar a sus hombres a un ataque suicida poco antes de la entrada en vigor del armisticio por un prurito de orgullo. El infame Friedrichs es un personaje de ficción. Pero no la realidad que explica. El general norteamericano John Pershing, por ejemplo, jefe de la fuerza expedicionaria del ejército de Estados Unidos, conocedor del inminente alto el fuego, se guardó la información y dejó que algunos de sus comandantes siguieran atacando. No fue el único. Los historiadores calculan que el último día de la Gran Guerra perdieron la vida 11.000 soldados. Muertes inútiles.  La mayoría, por decisiones criminales.

La cultura militar de aquella época daba escaso valor a la vida de los soldados. Para los militares prusianos, que ostentaban orgullosamente en su uniforme el símbolo de una calavera con dos tibias (Totenkopf), la muerte era toda una seña de identidad. Es célebre la foto del mariscal August von Mackensen, el general alemán más celebrado de la Primera Guerra Mundial (en la imagen), con el uniforme de húsar y una enorme calavera en su gorro de la caballería (colbac)

Von Mackensen no pudo dar una orden semejante a la del general Friedrichs, básicamente porque antes del final de la guerra había sido hecho prisionero en Hungría. Pero tampoco le tembló la mano a la hora de sacrificar a sus soldados en acciones aventuradas. De hecho, la batalla de Marasesti en 1917, frente a los ejércitos rumano y ruso, en la que Mackensen salió por primera vez derrotado, se saldó con una carnicería. Convertida en una lucha de trincheras, como en el frente occidental, los soldados eran enviados en oleadas contra el enemigo a hacerse masacrar. Los alemanes sufrieron 65.000 bajas, por 52.000 sus oponentes. Para nada.

También los franceses hacían lo mismo. Los mortíferos ataques frontales a pecho descubierto contra las trincheras enemigas eran moneda corriente. Otra película lo puso en evidencia para el gran público en 1957: Senderos de gloria, dirigida por Stanley Kubrick y producida y protagonizada por Kirk Douglas a partir de la novela homónima de Humphrey Cobb (1935). Rechazada airadamente por las autoridades, Francia hubo de esperar al año 1975 para poder verla (y España, donde el franquismo la prohibió, hasta 1986)

En Ucrania, el ejército ruso practica las mismas tácticas de hace un siglo: enviar oleadas y oleadas de soldados contra el enemigo para tratar de desbordarle y vencerle por acumulación, así sea a costa de un número de bajas espeluznante. Carne de cañón. En Bajmut, donde las tropas de choque rusas están integradas por los mercenarios del grupo privado Wagner, muchos de ellos presidiarios reclutados en las cárceles, las bajas son numerosísimas. El fundador de la milicia, Yevgueni Prigozhin, ha admitido que cada día pierde “cientos de combatientes” –de lo que culpa a la cúpula militar rusa– y difundió por Telegram una imagen brutal, con decenas de cadáveres amontonados. Según cálculos de los servicios de información occidentales, en un año los rusos habrían tenido alrededor de 200.000 bajas (de 40.000 a 60.000 muertos) y los ucranianos, unas 100.000.

La esencia de la guerra no ha cambiado. Y hoy, como ayer, valdrían las mismas palabras que Vasili Grossman escribió en 1959 en su formidable novela Vida y destino, con la batalla de Stalingrado (1942-1943), símbolo de la resistencia soviética frente a la Alemania nazi, como eje. Aludiendo al ejército ruso, decía:  “También había visto cómo se mandaba a los hombres bajo el fuego letal no por una cautela excesiva o el cumplimiento formal de una orden, sino por temeridad, por tozudez. El misterio de los misterios de la guerra, su carácter trágico, consistía en el derecho que  tenía un hombre de enviar a la muerte a otro hombre”.


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