@Lluis_Uria
Cuando se confunde la libertad con cosas como echarle toda suerte de
aditivos a las patatas chips o salir por
ahí a tomarse unas cañas (en este caso, unas pintas) pasa lo que pasa. Los
británicos creyeron recuperar su libertad votando en el
Un Reino Unido liberado del corsé europeo, recuperada su plena
soberanía –se prometió–, volvería a comerse el mundo, que supuestamente
esperaba ansioso el retorno del campeón mundial del libre comercio. Nada de
esto se ha producido. Por el contrario, los intercambios comerciales han
retrocedido y el crecimiento económico
se ha resentido, agravando los efectos causados por la pandemia y la guerra de
Ucrania. El horizonte inmediato no llama precisamente al entusiasmo: según el
gobernador del Banco de Inglaterra, Andrew Bailey, el Reino Unido se enfrenta a
una larga y difícil recesión en los próximos dos años –en el 2023 la economía
caerá un 1,5%–, y se doblará el nivel de paro.
El panorama recuerda vagamente al que había hace casi medio siglo, a
causa de la crisis del petróleo, con una recesión que también duró dos años,
una inflación disparada –actualmente supera el 10%– y un rosario de huelgas que
hoy capitanean los trabajadores
sanitarios. Paradojas del calendario, hace justo cincuenta años, el 1 de enero
de 1973, el Reino Unido –junto a Irlanda y Dinamarca– se unió a la entonces
Comunidad Económica Europea, con lo que consiguió tener acceso al mercado
común. Hoy, consumado el divorcio, las relaciones entre ambas partes se rigen
por el Acuerdo de Comercio y Cooperación (TCA, en sus siglas en inglés), que si
bien permite a los productos británicos acceder al mercado europeo sin pagar
aranceles, impone estrictos controles aduaneros y farragosos trámites administrativos.
Para muchas empresas británicas, especialmente las pequeñas y medianas,
la nueva realidad se ha convertido en un infierno. Muchas han tenido que asumir
un aumento de los costes mientras que otras simplemente han arrojado la toalla
y renunciado a exportar a la UE. La Cámara de Comercio británica alertaba en
vísperas de Navidad de que el descontento alcanza ya al 75% de las empresas e
instaba al Gobierno a tratar de mejorar inmediatamente el acuerdo comercial con
la UE (curioso que entre las peticiones esté que el Reino Unido vuelva a
aceptar la certificación de calidad europea CE, en lugar de la flamante
equivalente británica UKCA)
Los analistas son poco misericordiosos con el Brexit. La economía del
Reino Unido no se ha hundido, cierto, pero lejos de recibir un impulso
suplementario, ha cargado con nuevos lastres. La Oficina para la
Responsabilidad Presupuestaria –un organismo público independiente– considera
que el Brexit ha tenido un “impacto adverso” y prevé que la producción
británica se reduzca un 4% en los próximos 15 años respecto a la que sería en
caso de haber permanecido en la UE, y que el comercio exterior caiga un 15%.
Por su parte, la última estimación del Centre for European Reform (CER), que
compara el comportamiento actual e histórico de la economía británica con la de
otros 22 países desarrollados, indica que la salida de la UE habría significado
una pérdida del 5,5% del PIB y de 40.000 millones de libras (unos 45.000
millones de euros) en ingresos fiscales.
Frente a este malestar de fondo, el primer ministro, Rishi Sunak,
reiteró recientemente ante un auditorio de industriales su fe en el Brexit:
“Puede ofrecer, y ya está ofreciendo, enormes beneficios y oportunidades al
país”, dijo. Sin embargo, las únicas oportunidades que se observan hasta ahora
son las perdidas. El fantástico tratado comercial que debía acordarse con el
gran amigo americano está todavía por verse, mientras que los dos únicos
firmados, con Australia y con Japón, han resultado decepcionantes: en el primer
caso, apenas ha dado resultados significativos, en el segundo, los intercambios
han retrocedido un 5% el primer año.
Que las cosas van torcidas lo demuestra el hecho de que el Gobierno
filtrara oficiosamente el globo sonda –para luego desmentirlo– de que estaría
valorando una relación más estrecha con la UE siguiendo el modelo de Suiza.
Algo que ni Bruselas quiere ni los brexiters podrían aceptar, pues implicaría
aportar fondos al presupuesto europeo y aceptar muchas de sus reglas, entre
ellas la odiada libre circulación de personas. Antes, sin embargo, de llegar a
plantear un horizonte semejante, habría que desencallar el espinoso asunto de
Irlanda del Norte, que desde que Londres amenazara con saltarse los acuerdos
firmados emponzoña las relaciones con los 27. Significativo es, a este
respecto, que el nuevo secretario de Estado para Irlanda del Norte –uno de los
más furibundos partidarios en su día de un Brexit duro–, Steve Baker, apueste
ahora por abordar este asunto con “humildad”.
Mientras ambas partes negocian desde la nueva libertad adquirida,
podrían destensar el ambiente alrededor de unas pintas de cerveza. Eso sí, no
en Londres, donde puede costar hasta
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