@Lluis_Uria
"Era
cerca de Bagram... Entramos en un kishlak (aldea) y pedimos comida. Según sus
leyes, si un hombre entra en tu casa y está hambriento, no puedes negarle una
torta caliente. Las mujeres nos dejaron sentarnos a su mesa y nos dieron de
comer. Cuando nos hubimos marchado, los vecinos apedrearon a esas mujeres y a
sus hijos hasta la muerte”. Es el testimonio de un soldado extranjero en
Afganistán. En este caso, un soldado ruso de los miles que participaron en la
guerra en que se empantanó la desaparecida Unión Soviética entre 1979 y 1989.
Sus recuerdos están recogidos, junto a otros muchos, en el impactante libro Los
muchachos de zinc, de Svetlana Alexiévich.
Es
el relato de un soldado ruso en la segunda mitad del siglo XX. Pero podría ser
el de un soldado británico de finales del siglo XIX (1839-1842 y 1878-1880). O
el de un soldado norteamericano en la primera mitad de este siglo (desde el
2001 hasta hoy) La escena podría ser exactamente la misma. Porque en la guerra,
por encima del tiempo y el espacio, las
mujeres son siempre víctimas. Y en Afganistán lo han sido –y pueden volver a
serlo– también en la paz.
Afganistán
es un país en guerra permanente casi desde el principio de los tiempos. Contra
los invasores del exterior y contra sí mismo (entre tribus y señores de la
guerra rivales). Tras la retirada soviética, siguió una guerra civil que acabó
con la instauración en 1996 del régimen tiránico de los Talibán, derribado por
Estados Unidos en el 2001 como represalia por los atentados del 11-S (era bajo
sus alas que había encontrado protección la organización terrorista Al Qaeda).
Los talibanes se echaron entonces al monte –nunca mejor dicho en el caso de
este país fragmentado entre altísimas cumbres– y desde entonces no han dejado
de hostigar al ocupante y al régimen de Kabul.
Afganistán
lleva 40 años en guerra. Ocho de cada diez afganos han nacido en este tiempo.
Ocho de cada diez afganos desconocen lo que es vivir en paz. En los últimos
dieciocho años, Estados Unidos y sus aliados occidentales han perdido 3.500 soldados. Los afganos han
pagado el tributo más elevado: entre 100.000 y 150.000 muertos. La Corte Penal
Internacional parece dispuesta a investigar ahora los crímenes de guerra
cometidos por todas las partes durante este tiempo. Un trabajo ingente...
El
bucle en el que está engullido Afganistán se resume en una imagen: en la mesa
de negociación entre EE.UU. y los dirigentes talibanes para poner fin a la
guerra, que desembocó en la firma la semana pasada en Doha de un acuerdo de
vida incierta, se sentaba el mulá Abdul Ghani Baradar, quien en los años 80
combatió contra los soviéticos en uno de los grupos de muyahidines financiados
por Washington.
El
acuerdo de Doha, por el cual EE.UU. se compromete a abandonar el país en un
plazo de 14 meses a cambio de que los talibanes renuncien a dar otra vez cobijo
a grupos terroristas, puede poner fin a esta última guerra y permitir a Donald
Trump cumplir su promesa de retirarse de Afganistán (sin haber conseguido nada,
por otra parte, como los soviéticos, como los británicos...) Pero alcanzar la
paz costará bastante más. Los talibanes y el Gobierno de Kabul deberían
empezar, a partir de pasado mañana, una negociación bilateral cuyos primeros
pasos habrían de incluir la liberación de 5.000 milicianos y 1.000 soldados
afganos prisioneros. De momento, los talibanes han empezado a preparar el
terreno multiplicando los atentados.
Los
afganos pudieron respirar –un poco– durante los días previos a la firma del
acuerdo de Doha gracias a la breve tregua que los talibanes aceptaron guardar
como gesto de buena voluntad. Acabada, se muestran escépticos sobre el futuro
del país, económicamente hundido, moralmente arruinado, sangrado por la
violencia y carcomido por la corrupción. Y si esperanza de paz hay, por
precaria que sea, tiene también un lado oscuro, tenebroso incluso. Porque para
la mitad de la población –las mujeres– puede ser una pesadilla.
El
régimen Talibán implicó un regreso a la Edad Media (de la que las zonas rurales, dicho sea de paso, apenas
han salido). A las mujeres se les prohibió estudiar y trabajar, se las confinó
en casa y se las encerró en un burka. Toda diversión –incluida la música–
estaba vetada. Al mínimo desliz, la pena era la flagelación o la muerte por
lapidación.
La
caída del régimen islamista trajo un soplo de aire fresco. El ambiente siguió
enrarecido, no hay que engañarse –para Amnistía Internacional, Afganistán sigue
siendo el peor país del mundo para las mujeres–, pero se hizo un poco más respirable.
Al menos en Kabul. En el campo, los malos tratos, la violencia machista, el
sometimiento femenino, la (doble) moral sexual, los matrimonios forzados de las
niñas... siguen al orden del día. Y los castigos corporales en las zonas
controladas por los talibanes son aún moneda corriente. El 80% de los suicidios
los protagonizan mujeres...
Frente
a esta realidad, en la capital y las áreas bajo control gubernamental en los
últimos años se han abierto espacios de libertad. Las mujeres trabajan y crean
sus propios negocios, y ocupan una cuarta parte de los escaños del Parlamento,
las chicas han regresado a las escuelas y pueden cursar estudios superiores –la
Universidad Americana de Afganistán es un oasis–, y en las terrazas de los
cafés puede verse a jóvenes de ambos sexos consultando las redes sociales como
en cualquier otro lugar. Todo esto podría venirse abajo a poco que los
talibanes consigan reinstalarse en el poder. Sus dirigentes han intentado
últimamente mostrar una cara más moderada ante la comunidad internacional. Pero
nadie se fía de ellos. Y los testimonios de las mujeres afganas muestran una
creciente inquietud. Quizá quien mejor lo resumió fue la activista Zara
Hussaini al declarar a France Presse el día de la firma del acuerdo de Doha:
“Hoy es un día negro”.
https://www.lavanguardia.com/internacional/20200308/474020883113/afganistas-taliban-talibanes-estados-unidos-al-qaeda.html?utm_term=botones_sociales_app
https://www.lavanguardia.com/internacional/20200308/474020883113/afganistas-taliban-talibanes-estados-unidos-al-qaeda.html?utm_term=botones_sociales_app
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