lunes, 14 de mayo de 2018

Doktor Nein


Cuando en enero del 2013, hace ya una eternidad, el entonces primer ministro británico David Cameron anunció la convocatoria de un referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea –lo que acabaría conduciendo al triunfo del Brexit el 23 de junio del 2016–, en el continente la iniciativa fue recibida con enojo e irritación. ¡Un nuevo chantaje de Londres! El peligro de salida de los británicos era real, pero parecía algo lejano, casi impensable. Una argucia para obtener nuevas ventajas.  El Brexit era una pesadilla, salvo para un puñado de europeístas airados que incluso lo juzgaron deseable. “Amigos ingleses, ¡abandonad la UE pero no la hagáis morir!”, tituló el desaparecido ex primer ministro francés Michel Rocard un artículo publicado el 5 de junio del 2104 en el diario Le Monde. Quien fuera jefe de Gobierno con François Mitterrand reprochaba con dureza a los británicos todos los obstáculos que habían puesto sistemáticamente a lo largo de décadas para impedir avanzar a la UE. Su partida, soñaban Rocard y otros, permitiría por fin reventar el cerrojo.

Michel Rocard llegó a ver cómo los británicos votaban a favor del Brexit, pero poco más. Murió tan sólo nueve días más tarde. Lo que no ha podido ver  después es hasta qué punto los bloqueos que paralizaban Europa se mantienen estando ya el Reino Unido con un pie fuera de la Unión. El Doctor No se va. Y ha dejado al descubierto al Doktor Nein…

El Reino Unido, interesado únicamente en el mercado único, siempre frenó la profundización del proyecto europeo. Francia fue tradicionalmente uno de los motores, pero tras el fiasco del referéndum de la Constitución europea del 2005, quedó durante mucho tiempo incapacitada para adoptar nuevas iniciativas. Hasta la llega de Emmanuel Macron al Elíseo, hace ahora un año, París intentaba no forzar demasiado a su arisca opinión pública. Ni siquiera François Hollande, europeísta acérrimo y presunto hijo político de Jacques Delors, se atrevió a ir muy lejos, más allá de algún arrebato lírico en sus discursos. Entre unos y otros, Alemania podía exhibirse como el guardián del espíritu europeísta. Si no se avanzaba, podía alegarse, era porque Londres y París mantenían tensas las bridas.

Pero el espejismo se ha roto definitivamente. Con los británicos a punto de irse y Macron erigido en el gran profeta de la nueva soberanía europea, la canciller alemana Angela Merkel –que nunca ha tenido la fe europeísta de un Helmut Kohl, ni intención siquiera– ha demostrado que Berlín es quien tiene la mano en el freno. Y que no parece dispuesta a relajarla.

Las propuestas avanzadas por el presidente francés para reforzar la estabilidad de la zona euro y convertirla, de facto, en el núcleo duro de la Unión han recibido al otro lado del Rhin una respuesta gélida. Culminar la unión bancaria y convertir el mecanismo de estabilidad en una especie de fondo monetario europeo, bien, no hay problema, está en la lógica inevitable de las cosas. Pero eso de nombrar un ministro de finanzas de la zona euro y, sobre todo, instaurar un presupuesto propio –con el fin convicto y confeso de invertir en los países más débiles, en una suerte de redistribución indirecta de la riqueza–, nada de nada.

Merkel no ha respondido a Macron con un “no” cerrado, pero le ha dado largas. Y su falta de entusiasmo ha sido más que corroborada a otros niveles: desde la nueva secretaria general de la CDU, Annegret Kramp-Karrenbauer, hasta el flamante ministro de Finanzas, Olaf Scholz –no por socialdemócrata, menos alemán–, quienes ya han manifestado sus reticencias ante algunas ideas del presidente francés. Para Alemania, que en este caso está firmemente escoltada por el primer ministro holandés, Mark Rutte, y sus aliados nórdicos –con quienes ha resucitado una especie de Liga Hanseática 2.0 para superar la orfandad de la marcha del Reino Unido–, el mantra europeo se reduce a una cosa: la disciplina presupuestaria y las reformas estructurales. Déficit, déficit, déficit.

Francia siempre ha pecado, a ojos de la moral luterana centroeuropea, en ambas cosas: dejando engordar la deuda y  manteniendo inalterado –excepto algún maquillaje– su pesado Estado del bienestar. Macron, que en cierta medida aprovecha un camino tímidamente abierto ya por Hollande, está ahora cambiando esto: el déficit público se ha situado por primera vez bajo el listón del 3% del PIB establecido en el pacto de estabilidad –un 2,6% en el año 2017– y el presidente francés parece decidido a impulsar reformas tan conflictivas como la del régimen laboral o el estatus de la sacrosanta SNCF… Poco importa. Nada de todo esto hará cambiar la posición de Berlín.

La solidaridad parece una palabra prohibida, un pecado. Desde Alemania pretende presentarse el problema –se vio con la crisis de la deuda en la eurozona– como el de un sur irresponsable que, cual la cigarra del cuento de la hormiga, pretende vivir de fiesta, sin trabajar, a expensas de sus laboriosos vecinos del norte. La realidad, sin embargo, podría verse también desde otra óptica, no menos cierta: la de un país egoísta que se vanagloria de no gastar ni un céntimo más de lo estrictamente imprescindible –el 2107 cerró con un excedente presupuestario del 1,2%, algo que hasta el FMI le ha reprochado– a expensas de alimentar el déficit de sus socios europeos. Quieren vender sin comprar.

Macron, que no tiene pelos en la lengua –ya se vio en el Capitolio de Washington–, se lo reprochó cariñosamente a los alemanes el jueves en Aquisgrán, donde recibió el Premio Carlomagno. “No puede haber un fetichismo perpetuo por los excedentes presupuestarios y comerciales porque se consiguen siempre a expensas de otros”, dijo. El galardón premia el voluntarismo europeísta de Macron antes de haber logrado nada. Mientras no le pase como a Barack Obama y el Premio Nobel de la Paz...



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