Cuando en enero del 2013, hace ya una eternidad, el entonces
primer ministro británico David Cameron anunció la convocatoria de un
referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea –lo que acabaría
conduciendo al triunfo del Brexit el 23 de junio del 2016–, en el continente la
iniciativa fue recibida con enojo e irritación. ¡Un nuevo chantaje de Londres!
El peligro de salida de los británicos era real, pero parecía algo lejano, casi
impensable. Una argucia para obtener nuevas ventajas. El Brexit era una pesadilla, salvo para un
puñado de europeístas airados que incluso lo juzgaron deseable. “Amigos
ingleses, ¡abandonad la UE pero no la hagáis morir!”, tituló el desaparecido ex
primer ministro francés Michel Rocard un artículo publicado el 5 de junio del
2104 en el diario Le Monde. Quien fuera jefe de Gobierno con François
Mitterrand reprochaba con dureza a los británicos todos los obstáculos que
habían puesto sistemáticamente a lo largo de décadas para impedir avanzar a la
UE. Su partida, soñaban Rocard y otros, permitiría por fin reventar el cerrojo.
Michel Rocard llegó a ver cómo los británicos votaban a
favor del Brexit, pero poco más. Murió tan sólo nueve días más tarde. Lo que no
ha podido ver después es hasta qué punto
los bloqueos que paralizaban Europa se mantienen estando ya el Reino Unido con
un pie fuera de la Unión. El Doctor No se va. Y ha dejado al descubierto al
Doktor Nein…
El Reino Unido, interesado únicamente en el mercado único,
siempre frenó la profundización del proyecto europeo. Francia fue
tradicionalmente uno de los motores, pero tras el fiasco del referéndum de la
Constitución europea del 2005, quedó durante mucho tiempo incapacitada para
adoptar nuevas iniciativas. Hasta la llega de Emmanuel Macron al Elíseo, hace
ahora un año, París intentaba no forzar demasiado a su arisca opinión pública.
Ni siquiera François Hollande, europeísta acérrimo y presunto hijo político de
Jacques Delors, se atrevió a ir muy lejos, más allá de algún arrebato lírico en
sus discursos. Entre unos y otros, Alemania podía exhibirse como el guardián
del espíritu europeísta. Si no se avanzaba, podía alegarse, era porque Londres
y París mantenían tensas las bridas.
Pero el espejismo se ha roto definitivamente. Con los
británicos a punto de irse y Macron erigido en el gran profeta de la nueva
soberanía europea, la canciller alemana Angela Merkel –que nunca ha tenido la
fe europeísta de un Helmut Kohl, ni intención siquiera– ha demostrado que
Berlín es quien tiene la mano en el freno. Y que no parece dispuesta a
relajarla.
Las propuestas avanzadas por el presidente francés para
reforzar la estabilidad de la zona euro y convertirla, de facto, en el núcleo
duro de la Unión han recibido al otro lado del Rhin una respuesta gélida.
Culminar la unión bancaria y convertir el mecanismo de estabilidad en una
especie de fondo monetario europeo, bien, no hay problema, está en la lógica
inevitable de las cosas. Pero eso de nombrar un ministro de finanzas de la zona
euro y, sobre todo, instaurar un presupuesto propio –con el fin convicto y
confeso de invertir en los países más débiles, en una suerte de redistribución
indirecta de la riqueza–, nada de nada.
Merkel no ha respondido a Macron con un “no” cerrado, pero
le ha dado largas. Y su falta de entusiasmo ha sido más que corroborada a otros
niveles: desde la nueva secretaria general de la CDU, Annegret
Kramp-Karrenbauer, hasta el flamante ministro de Finanzas, Olaf Scholz –no por
socialdemócrata, menos alemán–, quienes ya han manifestado sus reticencias ante
algunas ideas del presidente francés. Para Alemania, que en este caso está
firmemente escoltada por el primer ministro holandés, Mark Rutte, y sus aliados
nórdicos –con quienes ha resucitado una especie de Liga Hanseática 2.0 para
superar la orfandad de la marcha del Reino Unido–, el mantra europeo se reduce
a una cosa: la disciplina presupuestaria y las reformas estructurales. Déficit,
déficit, déficit.
Francia siempre ha pecado, a ojos de la moral luterana
centroeuropea, en ambas cosas: dejando engordar la deuda y manteniendo inalterado –excepto algún
maquillaje– su pesado Estado del bienestar. Macron, que en cierta medida
aprovecha un camino tímidamente abierto ya por Hollande, está ahora cambiando
esto: el déficit público se ha situado por primera vez bajo el listón del 3%
del PIB establecido en el pacto de estabilidad –un 2,6% en el año 2017– y el
presidente francés parece decidido a impulsar reformas tan conflictivas como la
del régimen laboral o el estatus de la sacrosanta SNCF… Poco importa. Nada de
todo esto hará cambiar la posición de Berlín.
La solidaridad parece una palabra prohibida, un pecado.
Desde Alemania pretende presentarse el problema –se vio con la crisis de la
deuda en la eurozona– como el de un sur irresponsable que, cual la cigarra del
cuento de la hormiga, pretende vivir de fiesta, sin trabajar, a expensas de sus
laboriosos vecinos del norte. La realidad, sin embargo, podría verse también
desde otra óptica, no menos cierta: la de un país egoísta que se vanagloria de
no gastar ni un céntimo más de lo estrictamente imprescindible –el 2107 cerró
con un excedente presupuestario del 1,2%, algo que hasta el FMI le ha
reprochado– a expensas de alimentar el déficit de sus socios europeos. Quieren
vender sin comprar.
Macron, que no tiene pelos en la lengua –ya se vio en el
Capitolio de Washington–, se lo reprochó cariñosamente a los alemanes el jueves
en Aquisgrán, donde recibió el Premio Carlomagno. “No puede haber un fetichismo
perpetuo por los excedentes presupuestarios y comerciales porque se consiguen
siempre a expensas de otros”, dijo. El galardón premia el voluntarismo
europeísta de Macron antes de haber logrado nada. Mientras no le pase como a
Barack Obama y el Premio Nobel de la Paz...
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